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Las siete leyes del éxito (undécima parte)

Continuación de Las siete leyes del éxito (décima parte)

La importantísima cuarta ley

Una persona puede escoger su meta, y el tenerla presente seguramente le despierta una enorme ambición por alcanzarla. Esa persona puede empezar por educarse y entrenarse con el propósito de alcanzar su meta, e incluso puede disfrutar de buena salud; sin embargo, es posible que aun así no progrese hacia su objetivo.

Después de todo, el éxito es realización, es acción. Se dice que cualquier pez perezoso puede flotar río abajo, pero que sólo el pez vivaracho nada río arriba. Una persona inactiva no triunfa en nada. El triunfo requiere que se haga algo.

Llegamos, pues, a otra ley, la cuarta ley del éxito, que es ¡empuje!

Un esfuerzo a medias nos puede impulsar un poco hacia nuestro objetivo, mas nunca lo suficiente para alcanzarlo.

El jefe ejecutivo de una organización próspera y vigorosa siempre despliega empuje. Constantemente se impulsa, y no solamente a sí mismo sino a aquellos que están bajo sus órdenes, pues de otra manera podrían rezagarse, relajarse y acabar por estancarse.

Tal ejecutivo puede sentirse amodorrado y detestar el tener que levantarse por la mañana, pero rehúsa ceder ante las flaquezas de la carne.

Recuerdo las luchas que yo tuve con esta situación. Sucedió cuando tenía 22 años, durante uno de mis viajes como “hombre de las ideas” de la revista que representaba. Tenía una lucha constante con la modorra. Había adquirido el hábito de contestar las llamadas que me hacían en los hoteles para despertarme, tirándome nuevamente a la cama a dormir. Después compré un despertador que siempre llevaba conmigo, pero pronto me acostumbré a levantarme a apagarlo y después echarme otra vez a la cama sin darme cuenta de lo que hacía. No estaba lo suficientemente despierto como para ejercer la fuerza de voluntad y forzarme a permanecer de pie, darme una ducha y despertarme por completo.

Aquello se había convertido en un hábito que necesitaba romper. Tuve que aguijonearme. Me hacía falta un despertador que no pudiera ser apagado hasta que estuviera lo suficientemente despierto para darme cuenta de lo que hacía.

Por lo tanto, cierta noche llamé al botones del hotel. En esos tiempos se acostumbraba dar de propina un décimo, por lo que medio dólar surtía el efecto que lo haría hoy un billete de 20 dólares. Poniendo, pues, un medio dólar de plata en el tocador, le dije al botones:

—¿Ves ese dinero, muchacho?

—¡Sí señor!—me contestó con los ojos brillantes de expectación.

Después de asegurarme que él estaría de guardia a las 6:30 de la mañana siguiente, le dije:

—Si aporreas la puerta a las 6:30 hasta que yo te deje entrar, si te quedas en el cuarto e impides que regrese a la cama, y si no te vas hasta que me haya vestido, será tuyo el medio dólar.

Descubría que esos botones, con tal de obtener la propina, estaban dispuestos a luchar y hasta pelear conmigo para evitar que me volviera a acostar. Así, con ese aguijón que me hizo levantarme y movilizarme, ¡acabé con el hábito de la somnolencia matutina!

Muchos trabajadores nunca se superan en su empleo porque les falta empuje. Se detienen, trabajan lentamente, se aletargan y descansan cuanto les es posible. En otras palabras, si no tuvieran un patrón que los impulsara, probablemente morirían de hambre. Tales trabajadores nunca se convertirían en agricultores prósperos, porque un agricultor que busca el éxito tiene que levantarse temprano y trabajar hasta tarde, impulsándose siempre a sí mismo. Esta es la razón por la cual muchas personas tienen que trabajar para otros. Por cuanto no confían en sí mismos, otros, con más energía y visión, tienen que impulsarlos.

Sin energía, brío y empuje, no podemos esperar alcanzar el verdadero éxito. 

Continúa en Las siete leyes del éxito (duodécima parte)

SEV, AD