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Un salvavidas de las Filipinas

GARY DORNING/LA TROMPETA

Un salvavidas de las Filipinas

‘Es una notable historia sobre una notable hazaña de la humanidad’.

La oscuridad envolvía a Europa. Para 1938, Adolfo Hitler había estado liderando a Alemania por cinco años, y su gobierno nazi estuvo proyectando una siniestra sombra sobre el Continente, especialmente sobre el pueblo judío.

Hitler había expulsado a los judíos de las escuelas alemanas y austriacas, excluyéndolos de muchas profesiones y quitándoles su ciudadanía. Los nazis invadían las casas judías, acabando con sus negocios y quemado sus sinagogas. La vida diaria de los judíos se había vuelto una pesadilla. Pero aún, circulaban rumores de que Hitler tenía un plan final para ellos que era mucho más perverso.

Muchos judíos se dieron cuenta de que su mejor esperanza era escapar del país. Intentaron trasladarse a otras naciones, pero casi ninguna de ellas, incluyendo Estados Unidos, disminuiría sus restricciones de inmigración para dejarlos entrar.

La situación se veía cada vez más y más oscura.

A medio mundo de distancia de Alemania, surgieron noticias sobre el plan diabólico de los nazis durante un juego de póker.

Una escala real

En una mesa en el Palacio Malacañang en Manila, Filipinas, se sentaron Manuel L. Quezón, el primer presidente de la Mancomunidad de Filipinas, el asesor militar estadounidense coronel Dwight D. Eisenhower, el alto comisionado de EE UU para las Filipinas Paul McNutt, y Alex y Herbert Frieder, hermanos judío-estadounidenses que vivían en la capital filipina donde tenían una fábrica de cigarrillos. Pero los Frieders eran más que simples magnates del tabaco.

“[L]os hermanos Frieder también eran la cabeza del Comité de Refugiados Judíos en Manila”, dijo el escritor y director de cine Matthew Rosen a la Trompeta. “Y ellos tenían un telegrama secreto que les enviaron desde Austria, del embajador chino allí, diciendo que había escuchado rumores de que los judíos iban a ser detenidos y puestos en campos de exterminio”.

Entonces, durante este juego de póker, los Frieder trajeron el inquietante reporte al presidente Quezón y los funcionarios estadounidenses. Los hermanos no estaban seguros de cómo el grupo recibiría la noticia, pero la respuesta fue precisamente la que esperaban. Rosen, quien relata esta historia en su película de 2018 El Juego de Quezón, dijo “Juntos acordaron que tenían que, de alguna manera, salvar a tantos de esos judíos como fuera posible”.

El presidente Quezón, en particular, estaba de acuerdo.

‘Un proyecto más grande que Palestina’

Quezón decidió hacer de su nación una de las primeras en ofrecer públicamente protección a los refugiados judíos. Pero desde el principio quedó claro que sería una tarea extraordinariamente difícil y arriesgada. Esto fue en parte porque muchos del propio gabinete de Quezón se opusieron a la idea debido al antisemitismo. Alex Frieder escribió que tales hombres veían a los judíos como “comunistas” y “maquinadores” para “poseer las Filipinas”.

Desafiar a estos poderosos hombres conllevaba riesgos para la carrera política de Quezón. Pero se enfrentó a cada uno de ellos y los hizo sentir, en palabras de Frieder, “avergonzados de sí mismos por ser víctimas de la propaganda destinada a victimizar aún más a un pueblo ya perseguido”.

Se presentaron más dificultades por la necesidad de que cada judío obtuviera tanto un permiso de salida de Berlín como un permiso de entrada para Manila.

Hitler debe haber razonado que, al menos en este punto, el papel para visas era más barato que el gas venenoso, por lo que el gobierno nazi otorgó los documentos de salida necesarios para muchos judíos. Pero fueron los permisos de entrada los que constituyeron un problema. Las Filipinas eran una comunidad semiindependiente bajo el control de EE UU y sus leyes de inmigración. La Ley de Inmigración de 1924 de EE UU decía que el país “no tendrá en cuenta oficialmente a refugiados y, por lo tanto, no contemplará ofrecer asilo a las víctimas de persecución religiosa o política”.

A pesar del surgimiento de la Alemania nazi, esta ley no había sido modificada.

La política de EE UU permitía que las Filipinas emitiera solo un par de cientos de permisos de entrada cada año, una mera fracción del número que Quezón quería ayudar.

En una carta fechada el 8 de diciembre de 1938, Herbert Frieder dijo que Quezón “aprobó totalmente” un plan para abrir la isla filipina de Mindanao a prácticamente todos los judíos que desearan venir. “Estaba dispuesto a darles toda la tierra que quisieran, construirles caminos y hacer todo lo que estuviera en su poder para que pudieran restablecerse”, escribió Frieder. “[É]l hubiera estado feliz si pudiéramos establecer un millón de refugiados en Mindanao”. Éste sería “un proyecto más grande que Palestina”.

Quezón entendió que presionar tan audazmente contra la ley estadounidense podría poner en duda su carrera e incluso la posición de su nación con EE UU. Y entendió que mientras los tambores de guerra golpeaban en todo el mundo, las Filipinas enfrentaban sus propios grandes problemas. Pero él creía que la difícil situación de los judíos era más apremiante que cualquiera de éstos, y llegó a verlo como una obligación moral ayudarlos a toda costa.

“En ese momento de real oscuridad”, dijo Rosen, “cuando todos decían: Tenemos nuestros propios problemas, él demostró que cada vida era importante”.

Se busca ayuda

De vuelta en Europa, la ira contra los judíos se estaba intensificando. A principios de 1939, decenas de miles ya habían sido obligados a entrar en campos de concentración, y los que aún estaban libres tenían cada vez más dificultades para trabajar, o incluso obtener alimentos porque otros alemanes se negaban a venderles.

Cuando Quezón se enteró de estos horrores, su trabajo para traer judíos a las Filipinas tuvo mayor urgencia.

Para cuando se formalizó su plan, había establecido que el número de judíos que buscaba ayudar, al menos en la primera ola, bajara a unos más realistas 10.000. A su orden, Eisenhower y McNutt pusieron manos a la obra para persuadir a los senadores estadounidenses de que concedieran el número deseado de visas.

También hubo una cuestión de financiación. Una parte de la ley de inmigración estadounidense estipulaba que ninguna persona que pudiera convertirse en una “carga pública” o una carga para la economía podía emigrar al territorio de EE UU.

Así que los Frieders—Alex, Herbert y sus otros tres hermanos, Morris, Phillip y Henry—se pusieron a toda marcha durante gran parte de 1939 recaudando fondos, principalmente entre judíos estadounidenses, para apoyar a los refugiados europeos. También pusieron una serie de anuncios de “Se busca ayuda” en los periódicos alemanes solicitando judíos con habilidades específicas para reubicarlos. Una de estas listas pedía: “20 médicos, 10 ingenieros químicos, 25 enfermeras registradas, 5 dentistas, 2 ortodoncistas, 4 oculistas, 10 mecánicos automotrices, 5 expertos en cigarrillos y tabaco, 5 modistas, 5 peluqueros, 5 contadores, 5 expertos en película y fotografía, 1 rabino y 20 agricultores”.

Las solicitudes comenzaron a llegar. Para finales de año, cada barco de vapor que llegaba de Europa traía a unas pocas familias judías a la cadena de islas tropicales donde reiniciarían sus vidas.

En marzo de 1940, a medida que aumentaba el número de judíos, Quezón donó varios acres de su propia tierra en Manila a familias de refugiados, justo a tiempo para que pudieran observar la festividad judía de Purim allí. En julio, emitió un decreto presidencial estableciendo que “todos los habitantes de las Filipinas” deben “cooperar para extender cualquier ayuda que sea necesaria para la seguridad y el cuidado de estos refugiados”.

“Es mi esperanza, y de hecho mi expectativa”, dijo Quezón, “que el pueblo de las Filipinas tenga en el futuro todas las razones para estar orgulloso de que cuando llegó el momento de necesidad, su país estuvo dispuesto a extender una mano de bienvenida”.

Mientras tanto, él y los Frieders siguieron trabajando para llegar a un acuerdo para abrir Mindanao a un mayor número de refugiados. Realizaron exhaustivos estudios de tierras y presionaron a docenas de políticos, y el 21 de noviembre de 1941 obtuvieron una gran victoria: firmaron el contrato final para la compra de una gran extensión de tierra en la isla.

Parecía que el camino estaba abierto para que miles y miles de judíos europeos se liberaran de los nazis y comenzaran de nuevo en las Filipinas.

Pero 10 días después, la situación cambió drásticamente.

Ocupación japonesa

En la mañana del 7 de diciembre de 1941, el Japón imperial atacó la base naval estadounidense de Pearl Harbor en Honolulu, Hawái. Diez horas después, los japoneses comenzaron un ataque furtivo contra las Filipinas y ocuparon la nación.

La conquista de Japón obligó a la Flota Asiática de EE UU en las Filipinas a retirarse a Indonesia, devastó la economía filipina y desató oleadas de hambre y enfermedades que, junto con las balas y bayonetas japonesas, mataron a medio millón de filipinos. También destruyó el intento de Quezón de salvar 10.000 vidas judías.

Pero antes de que llegaran los japoneses, él y los demás que estaban ayudando a la causa habían podido salvar la vida de unos 1.300 judíos.

Estas eran personas que, de otra forma, ciertamente habrían sido detenidas por los nazis, forzadas a deplorables campos de concentración y asesinadas, ya sea lentamente por un trabajo extenuante y por inanición, o rápidamente en cámaras de gas.

Unas 1.300 personas fueron sacadas de ese fuego por el presidente Manuel Quezón.

A pesar de la caída de las Filipinas, durante y después de la guerra, estos judíos formaron lo que se convirtió en una próspera comunidad en Manila. En 2017, la embajada israelí en las Filipinas estimó que ahora hay alrededor de 8.000 descendientes de los refugiados que Quezón salvó.

“Es una historia notable”, dijo Rosen, “sobre una hazaña notable de la humanidad”.

¿Sería usted un Quezón?

Manuel Quezón era un católico devoto. Se enfrentó a la misma presión que los católicos de todo el mundo enfrentaron antes y durante el Holocausto por hacer la vista gorda ante los horrores que la Alemania nazi estaba cometiendo contra los judíos, y tal vez incluso sentir algo de satisfacción en ello.

La cabeza de la Iglesia católica en toda la Segunda Guerra Mundial, el papa Pío xii, optó por no condenar la masacre nazi de judíos. En cambio, ayudó discretamente al genocidio. “[Pío] reveló una innegable antipatía hacia los judíos” y atrajo a “la Iglesia católica a la complicidad con las fuerzas más oscuras de la época”, escribió el historiador católico romano John Cornwell en su libro de 1999, El Papa de Hitler. Incluso después de la guerra, cuando se conoció todo el mal del genocidio nazi, la Iglesia católica romana ayudó a los peores perpetradores nazis a escapar a soleados refugios propios en Suramérica.

Pío era la cabeza de la Iglesia que Quezón seguía devotamente. Sin embargo, en lugar de aceptar el antisemitismo que consumió tantas mentes durante ese tiempo oscuro, Quezón se enfrentó a los que albergaban esa visión tóxica y arriesgó mucho para ayudar a los necesitados, en un momento en que muy pocos lo harían.

Quezón se negó a permanecer en silencio ante lo que sabía que estaba mal. Se negó a quedarse de brazos cruzados mientras se forjaba el mal. Obedeció sus principios y a su Dios. Y al hacerlo, Manuel Quezón dio un ejemplo a quienes adoran al Dios verdadero: que incluso cuando el mundo insiste en que sigamos con su maldad, como dijo el apóstol Pedro en Hechos 5:29, “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”. 

Boletín, AD